miércoles, 17 de abril de 2013

Grítalo alto para que nos escuchen las estrellas.

Lo vuelvo a mirar. Está ahí, conmigo. Solos los dos en el centro de una de las calles más concurridas de la ciudad, con cientos de personas alrededor. La gente pasa a mi lado, me roza, me empuja, me hablan y hasta me pisan pero me da igual; yo únicamente estoy pendiente de él. Con una cámara en las manos —esas manos fuertes y morenas—, una sonrisa en la cara —brillante y cegadora— y los ojos —esas dos pelotitas marrones que tanto me gustan— centelleantes, se me acerca y me da un beso ligero en los labios.

Es un beso corto, muy corto para mi gusto, pero intenso. Siento como las mariposas revolotean en el estomago, como la cabeza me da vuelta y como, involuntariamente, sonrío. Él a su vez también sonríe. Un beso sonriente, a quemarropa, de lo que te hacen vibrar hasta la última célula de tu cuerpo. Incluso esas que no sabes ni que tenías.

Nos separamos y seguimos andando. Subimos las calles, paseando de la mano, disfrutando de la compañía del otro, juntos. En cada esquina hay un beso y cada beso es diferentes: unos intensos, otros suaves, otros apasionados, algunos juguetones. Pero todos tienen un factor común: todos están dados con amor. Ese amor dulce pero no empalagosa, el fuerte pero no autoritario; el amor verdadero, el de dos almas gemelas separadas que se reencuentran: el primer amor. Porque eso éramos, enamorados primerizos que nunca han sufrido antes por amor o, por lo menos, no han sufrido nunca por amor verdadero.

Llegamos a la última esquina, esa que está delante del restaurante donde nos conocimos. Me mira a los ojos como queriendo decirme algo y me besa pero está vez el beso es distinto. Más romántico, con un mensaje subliminal. Aparta nuestro labios y me dirige una mirada llena de amor, dulzura y valentía.

—Te amo —suelta en un susurro. Sonrío feliz por volver a escuchar esa palabra.

—Te amo —le digo mientras fijo mi mirada en la suya—. Pero recuerda, grítalo alto para que las estrella nos escuches. 

—Para que nuestro amor sea eterno como ellas —grita antes de fundirse en un beso conmigo. Un beso que lo dice todo.

jueves, 11 de abril de 2013

Elecciones.

Siento el frío por todo mi cuerpo.

No sé dónde ir no qué hacer; sólo sé que mi vida depende de una única cosa: elegir. Pero no lo bueno y lo malo —que son cosas relativas—, si no lo oportuno o lo inoportuno, lo adecuado o lo que no lo es, lo que piensa la gente que es lo correcto y lo que no. Así empieza nuestra vida y así acaba, eligiendo.

Unas opciones son mejores que otras pero, al fin y al cabo, son tus opciones, aquellas que has elegido tú y que, en caso de negligencia, serán tu responsabilidad. Nadie te puede robar el derecho a elegir ni que escoger, sólo tu conciencia. Y es lo justo.

La lluvia me da en la cara y me doy cuenta que me he quedado en medio de la carretera parada, sin saber todavía qué hacer o qué rumbo tomar. Veo que al final de la calzada se aprecian dos faros, o quizás sean sean más, dado que con el agua no se distingue bien. Según se va acercando puedo ver con claridad que son dos faros; los de un coche que va reduciendo la velocidad mientras se acerca cada vez más a mí.

¿Qué hago? ¿Qué elijo? Creo que mi decisión ya está tomada. Así empezará o terminará mi vida: eligiendo lo que yo quisiera. Nadie sabe lo que me deparara pero lo que pase en un presente o en un futuro próximo será gracias a mí decisión. Deseadme suerte.

El coche se para delante de mis pies y se baja una ventañilla.

—¿Te llevo a alguna parte? —me pregunta quien ocupa el asiento del conductor del vehículo. Asiento y espero que mi decisión sea la correcta.